Desde afuera, el café parece un antro con la alegría típica de una noche en una semana de quincena.
Pero en el rostro de sus visitantes, se pueden apreciar sus soledades, la del que se siente solo, el que finge estar solo y la del que está ciertamente solo.
El café está ubicado en un callejón de la nada y del todo. Arriba, por la calle, está la Iglesia principal, con el caos de quienes venden y compran de manera informal las sobras a las ocho de la noche.
Y por la calle, desierta. La gente se esfumó con la llegada de nuevos espacios.
Así que el lugar, que tal vez otro sábado fue muy frecuentado, atañe a un centenar de silencios, apenas acompañados por el ruido del momento.
La mayoría de los clientes son hombres entre los 30 y los 60 años. Sólo hay tres mujeres. El vino es barato y es quizá por eso que no hay menos de 6 copas sobre sus mesas.
Por la forma como miran el reloj, es posible que a muchos de ellos los esperen en el hogar o deban cumplir con un compromiso.
Para completar, en una de ellas están sentados tres chicos poco habituales en el lugar. Dos hombres y una mujer. Cuando entraron, todos los miraron con atención, pero después dejaron de lado su presencia, con sonrisas de vez en cuando.
En otra de la mesas, junto a la obra Salvador Dalí “La persistencia de la memoria” un hombre de no más de 50 años, blanco y vestido como para una gran cita, se aviva con lo que será su quinta copa de la noche. Está solo, pero tiene un anillo de oro en uno de sus dedos. Quizá lo esperan y para su fortuna, no ha perdido la conciencia.
El mesero se la lleva sin mucha celeridad, pendiente de otras cosas. La deja junto a las demás, mientras el hombre levanta el torso para tratar de acomodarse un sobre que lleva doblado y escondido entre la correa de su pantalón.
Las sillas son incómodas y el espacio es pequeño. La luz de un reflector que entra de su lado izquierdo, es radiante y le da directo a la cara.
El mesero se devuelve a la barra, una estantería parecida a la de una tienda de escuela: llena de chicles, mentas y paquetes de mecatos. Una vez ubicado sobre el vidrio, toma una cerveza.
Con la vista sigue a una mujer que entra en el café disimuladamente, a la espera de que no lo sorprenda el administrador: un ochentón arrugado, con cabello blanco pero con mucho dinero que está completamente sobrio.
Se acerca a la mesa de los tres jóvenes y les pide ayuda para sus hijos. No dice su nombre, pero revela suficiente información: es desplazada de… y tiene dos hijos. No quiere robar, afirma, pero tiene que darles de comer, conseguir para la pieza, y otras razones que dan muchos desplazados del país del sagrado corazón. Está a punto de llorar, o eso parece. Quiere que le compren unos ganchos para la ropa.
Un tradicional tango se escucha de fondo, Uno de los hombres de la mesa le ofrece mil pesos. Ella lo agradece pero estira su brazo hacia la chica: le da consejos con respecto a los dos hombres que están con ella.
-¿Usted qué es con ellos?
-Amiga.
-Cuídese, valórese.
De repente y en un hecho que no parecía factible por la actuación regularmente discreta que había llevado, la mujer se dirige al resto del salón de hombres, se toca el pecho y en voz alta cuenta la misma historia, con detalles más exagerados.
-¿Cuánto me van a dar por bailar?
Los tipos se ríen. También el mesero, que está un poco más ebrio que los ebrios a los que atiende.
El administrador se le arrima en cuchicheos y es entonces cuando ocurre algo inesperado en este lugar.
-¿Es que acaso es malo que yo baile?
Se sacude el pecho. Se aprecia que no tiene sostén, apenas una camisa de tiritas un poco translucida por el tiempo y un pantalón apretado. No se ve vieja pero sí que ha sufrido, debió haber tenido un buen cuerpo.
La señora inicia el baile, el tango pero sin ritmo alguno. El mesero camina con su cerveza hasta el lugar donde ponen la música, y se escucha otra canción- un ritmo moderno, la mujer le pone fogosidad al deprimente ambiente.
Dos hombres mayores -de unos cincuenta años- que están apoyados en la barra, se ríen del show. La mujer tendrá unos 40 años y no parece haber consumido alguna sustancia. Uno de ellos asegura que está chiflada, como si la conociera.
Ese mismo viejo desvía su atención hacia otra mujer, también cercana a su edad, que luce un poco extravagante y fuera de contexto.
Tiene el pelo crespo, alborotado y con raíz; tiene ojeras. Es de contextura gruesa y lleva una corta blusa mostrando así su prominente abdomen. Además, lleva una minifalda negra que deja ver sus piernas sin tonificar y unas gruesas venas que las traspasan. Es trigueña y en general, luce aprisionada.
El señor que la mira se le acerca y le dice algo al oído. En un segundo y enfurecida, la dama aprisionada se levanta de la mesa reclamándole al viejo, aparentemente, una humillante proposición. Eso sí, elegantes reclamos con palabras toscas fuera de lo habitual. El viejo le contesta, sin insultos y en voz baja, que se calle; nadie interviene.
El vino se ajusta perfectamente a la personalidad de la mujer desplazada. Con un más de efusividad, otorgada por el alcohol, baila de nuevo, ya sin audiencia.
El baile parece un elogio a la decepción con un toque de danza egipcia, cuando ella trata de ajustarse al ritmo moderno, otra vez.
Junto al lugar hay otros bares y cafés, un poco más escondidos y que parecen más hechos al estilo del lugar: rancheras, guascas, bombillo rojo, y muebles de madera.
Pero esta cafetería, la de la bailarina desplazada, el mesero borracho y los solitarios asistentes, es el más concurrido del pueblo.