La lluvia acababa de bañar la ciudad, se respiraba un aire frío que hizo que la mayoría de los comensales se pusieran sus abrigos y bufandas, podría apostar a que ninguno de ellos había llegado hasta allí en transporte público, seguro que en los parqueaderos tendrían un lujoso automóvil o camioneta.
Allí estaba Gabriela, vestía un elegante pantalón negro, blusa verde oliva y un chal que le cubría los hombros; las luces que colgaban de un techo construido con paneles de bambú alumbraban suavemente su cara dejando ver en ella los años y la experiencia. Tiene la mirada perdida, se encuentra recordando aquellos años en los que solía jugar con sus tres hermanas en la entrada de su casa, recuerda que peleaba de vez en cuando por esa muñeca de porcelana que tanto le gustaba peinar y que ponía en su mesita de noche para no sentirse sola cuando todos dormían. Reflexionó por un momento, siempre se había sentido así, sus padres prestaban más atención a sus hermanas menores, tal vez porque ella era la encargada, a pesar de su corta edad en aquel tiempo, de cuidar que no se lastimaran o fueran a hacer algo indebido; tal vez tenía responsabilidades que aún no debía asumir.
De repente y para sacarla de ese trance se acerca uno de los meseros, lleva puesta una camisa blanca con corbatín negro y un delantal, también blanco, atado a su cintura, al lado izquierdo de su pecho lleva un botón que dice su nombre “Juan Fernando”, le ofrece la carta y ella la mira brevemente pidiendo como de costumbre un vino tinto, pone el bolso de color gris oscuro junto a ella, sobre la silla de mimbre, une sus manos entrecruzando los dedos y poya los codos en el mantel blanco de la mesa, se vuelve hacia sus amigas comentándoles sobre los problemas del diario vivir y conflictos que ya no le afectarán nunca más en su casa.
Rió por un momento, su amiga Lorena que con los años había perdido un cuarenta por ciento de su vista acababa de derramar el café sobre la mesa en un brusco movimiento de manos, una horda de meseros corrió a cambiar la mesa y a auxiliar al grupo de señoras que se reían a carcajadas de su torpe compañera del colegio. Entre los meseros estaba Juan que miró a Gabriela detenidamente en medio del caos, sacó una nota de su bolsillo y la puso en el bolso de piel gris; cuando todo volvió a la normalidad el teléfono de Gabriela repicó un par de veces, metió la mano en su cartera y detectó el papel que se había posado sobre el celular. Leyó la nota, se levantó en silencio de la mesa y atravesó el establecimiento con piso de madera, se encontraría con la policía en casa para hablar sobre el extraño suicidio de su esposo. Tal vez sí le gustaba sentirse sola.